Para llegar a ser inmortales y no volver a pensar nunca más en lo que
supone disponer de un tiempo finito en este mundo, los más osados
pretenden disponer de colecciones completas de cuerpos clonados de sí
mismos, a los que se trasplantaría su cerebro cuando el cuerpo “en uso”
fuera cayendo en la decrepitud. Otros ni siquiera desean un cuerpo como
el suyo, pretenden trasplantar su cerebro al de otra persona. La mente,
la memoria, las sensaciones y los sentimientos, incluso el alma, son
considerados por estas personas un mero programa informático colocado en
el interior de un maravilloso ordenador, el cerebro humano. Razonan así
que, para alcanzar la inmortalidad, nada mejor que trasplantar ese
cerebro en diversos cuerpos de forma sucesiva.
Esto suena horrible para muchas personas, que no dudan en traer al
presente los recuerdos de novelas como Frankenstein o las numerosas
películas que han tratado el tema, desde las que especulan con lo que
sucedería al trasplantar cerebros normales a cuerpos de homicidas hasta
las que idean cuerpos con múltiples cabezas. Trasplantar un cerebro,
mejor sería decir una cabeza completa, significaría tomar posesión de un
cuerpo nuevo, poder manejarlo al antojo desde el viejo cerebro y
desecharlo cuando comenzara a funcionar mal, momento en el que ya habría
preparado otro de repuesto. Aunque algunas personas sigan pensando que
los sentimientos residen en el corazón, la ciencia demostró hace mucho
que el cerebro es la residencia de todas las capacidades cognitivas, de
la conciencia y del ser. Claro que la cosa no es tan fácil como
cambiarle las pilas a una linterna. El cerebro humano gobierna el resto
del cuerpo a través de una red intrincada de millones de conexiones
neuronales que habitan en la médula espinal. ¿Quién es el genio que será
capaz de separar esas conexiones del cuerpo original para reconectarlas
en otro nuevo? Es por esto que las lesiones medulares son todavía uno
de los mayores retos de la medicina, nadie sabe cómo reparar esos daños
de forma adecuada. Encontrar la solución serviría para desterrar la
mayoría de los procesos de invalidez, como las tetraplegias.
¿Qué le ocurre a un prestigioso neurocirujano cuando intenta llevar a
cabo uno de sus mayores sueños? Termina estigmatizado, comparado con el
doctor Frankenstein. Esto es así porque alguien ya intentó realizar
trasplantes de cabeza, no con humanos claro está, sino con monos rhesus,
allá en la década de los sesenta del pasado siglo. A la gente y a sus
colegas no les gustó la cosa, una idea tan sencilla como es la de
intercambiar la cabeza de dos monos. El protagonista del experimento era
el
Doctor Robert J. White.
En el MetroHealth Medical Center de la norteamericana ciudad de
Cleveland, White realizó a cabo el primer trasplante de cabeza conocido.
Esto sucedió en marzo de 1970, tras muchos años de experimentación,
cuando el osado científico procedió a separar en el quirófano la cabeza
de un desdichado mono de su cuerpo. Unió luego la cabeza al cuerpo de
otro mono inconsciente a través del hombro y el equipo quirúrgico esperó
a que despertara. Al hacerlo, el simio se mantuvo consciente, era
evidente que todas sus funciones craneales se mantenían intactas, podía
ver, mover los ojos, la boca, seguramente todos sus sentidos funcionaban
a la perfección, pero no poseía control del cuerpo al que estaba
pegado, pues no fue posible ni siquiera conectar uno de los nervios a la
médula espinal. El equipo de White estalló en aplausos aunque
seguramente el mono no estaba tan contento. No se trató de un
experimento realizado a escondidas, pese a la mala sensación que dejó en
gran parte del público, los resultados se publicaron en las más
prestigiosas revistas científicas. Aunque el Doctor White llegó a ser
profesor de neurocirugía en centros de investigación de reconocido
prestigio, la prensa marcó el resto de su carrera para siempre
refiriéndose a él como el verdadero Frankenstein.
La afición de White por cercenar cerebros venía de muy lejos. Cuando
realizó su doctorado en Harvard, dedicó su tesis a la polémica
hemisferectomía, la eliminación por medios quirúrgicos de uno de los
hemisferios cerebrales en pacientes vivos. Eso sí, todos sus sujetos de
experimentación fueron animales, no hubo ningún humano que se prestara a
tal cosa. El objetivo de aquellas experiencias era lograr un sistema
quirúrgico capaz de terminar con ciertos tipos de tumores cerebrales y
otras patologías como algunas epilepsias pertinaces. Las críticas y las
malas caras de muchos no amilanaron al neurocirujano que, hace pocos
años, retomó su idea inicial, esto es, dejar de utilizar monos y
comenzar a experimentar con seres humanos. Para lograr este objetivo,
White y su equipo perfeccionaron un sistema de circulación sanguínea
artificial capaz de conectarse a las arterias y venas del cuello, para
mantener así una cabeza viva, separada de su cuerpo original, en espera
de ser unida a otro nuevo. Sin esta máquina sería imposible realizar un
trasplante de cabeza, el cerebro no sobrevive a varios minutos sin
oxígeno, deteriorándose irreversiblemente en muy poco tiempo. La
tecnología existe, según White, sólo falta perfeccionar el sistema de
conexión de nervios a la médula espinal, cosa harto compleja y alguien
que se preste voluntario, algo que también será muy difícil, al menos de
momento no se conoce ninguna persona que haya llamado a este equipo de
pioneros médicos para ofrecer su cabeza. Por otra parte están los
reparos morales, ya expuestos por muchos grupos de bioética contra este
tipo de operaciones. Pero, mientras tanto, White espera que el rechazo
general al trasplante de cabeza disminuya poco a poco, al irse aceptando
el resto de trasplantes, incluidos los anteriormente polémicos de mano o
brazo, que se realizan ahora con menor grado de inquietud y mayor éxito
médico.
En la propia profesión médica es muy criticado por sus ideas, sin
embargo, él se defiende aludiendo, no a los que desean la inmortalidad,
sino a los miles de personas que no sienten nada ni tienen ningún
control de cuello para abajo, cuyo cuerpo se deteriora rápidamente sin
poder evitarse. Ese es su objetivo, a lo que responden los críticos que
será más sencillo reparar la médula dañada de esos pacientes que la
hipotética salvación de cambiarse de cuerpo. Curiosamente, como católico
convencido, White no encuentra rechazo entre los representantes de la
Iglesia, incluso algunos de ellos le apoyan. Los más rebuscados le
critican pensando en el manido día de la resurrección. ¿Volverá la
cabeza a su cuerpo original o se quedará con el recién adquirido? White
sonríe ante cuestiones tan infantiles, como cuando se le pregunta si es
posible incorporar un cuerpo femenino a una cabeza masculina o de
diferente raza, o una cabeza de anciano a un cuerpo joven. Infinitas son
las combinaciones, pero de momento, por mucho que pague el más rico del
mundo o por mucho que se empeñe White, la operación es irrealizable, a
menos que se desee una cabeza pensante unida a un cuerpo sin control.
Reparar las conexiones nerviosas será el quid de la cuestión, si alguna
vez se logra, el trasplante de cabeza podría ser una realidad, a pesar
de lo que opine la bioética. Por desgracia, cuando se descubre que algo
es posible, termina por ponerse en práctica, sea para bien o para mal.