A partir de su trabajo "La interpretación de los sueños" (1896) se va debilitando su interés en representar el aparato psíquico en términos neurofisiológicos y años después nos dice: "La investigación científica ha demostrado irrebatiblemente que la actividad psíquica está vinculada a la función del cerebro más que a la de ningún otro órgano. La comprobación de la desigual importancia que tienen las distintas partes del cerebro y de sus relaciones particulares con determinadas partes del cuerpo y con determinadas actividades psíquicas nos lleva un paso más adelante, aunque no podríamos decir si este paso es grande. Pero todos los intentos realizados para deducir de estos hechos una localización de los procesos psíquicos y de concebir las ideas como almacenadas en las células nerviosas y las excitaciones como siguiendo el curso de las fibras nerviosas, han fracasado por completo". Considero a este párrafo de sumo interés histórico para percibir los debates entre la psiquiatría, la psicología y la neurología de fin de siglo, y la interpenetración de terminologías de esas disciplinas, en un intento sincrético -entendido como un sistema que trata de conciliar doctrinas en apariencia diferentes- de explicar los procesos mentales; en lugar de verlas en un campo de batalla, situación que, en última instancia, remite a aquel diálogo entre Alicia y Humpty Dumpty, cuando Lewis Carroll nos dice que lo importante es saber quién manda.
Los psiquiatras-psicoterapeutas en cambio, desde lo alto de la colina, todo lo íbamos a curar: el asma, la esquizofrenia, la histeria con sus múltiples variantes, las fobias, la enuresis, las negras depresiones, las disfunciones sexuales, el colon irritable, la homosexualidad, las vicisitudes del alma y el extrañamiento del ser. A los que se sospechaba como del bando contrario: los demás profesionales -neurólogos incluidos-, eran tildados de organicistas, reaccionarios, retardatarios, negadores o incultos.
Los años fueron pasando, se fueron muchos sueños, la Medicina siguió avanzando, los psiquiatras se fueron neurologizando, si cabe el neologismo, hasta llegar a la llamada década del cerebro, donde hasta el último psiquiatra que se precie de tal comenzó a hablar, y me incluyo entre ellos, en términos de localizaciones cerebrales, receptores celulares, neurotransmisores, mapeos cerebrales, TAC, RMN y PET.
En ese mismo tiempo los neurólogos fueron nuestros pacientes en tratamientos psicoanalíticos, leyeron temas de psicología, muchos llegaron a hacer cursos afines a temas psicológicos y aprendieron a escuchar a los pacientes, si es que ya no lo sabían. Así como al final de la obra de Cervantes, Don Alonso Quijano se va pareciendo a Sancho, y éste adquiere rasgos quijotescos, los neurólogos valoraban más los aspectos psicológicos, aún en los casos más orgánicos, tanto como los psicoterapeutas empezaron a entender que, recordando a Hamlet, "había más cosas en el cielo y en la tierra de lo que soñaba su filosofía".
En el medio siguen quedando algunos psiquiatras y neurólogos que creen que el ser humano es una masa torneada de neuronas y otras células, bañadas por neuroaminas, que se transporta, sin zozobras ni diferencias, por este mundo atravesado por las respuestas unívocas del método científico. Son los que afirman que lo único importante es medicar la droga correcta, en la posología aconsejada de acuerdo al síndrome o la patología, obviando toda referencia al arte de tejer un vínculo terapéutico, generado en un marco necesario de tiempo, confianza y seguridad, antes de prescribir. Acaso, ¿no hemos visto infinidad de cuadros donde si bien la indicación era certera, no lo era la manera en que estaba hecha, siendo inadecuado el timing o fuera del marco de las propias y legítimas incertidumbres y dudas del paciente? Así seguimos viendo epilépticos que se niegan a tomar la imprescindible medicación porque dicen que "están cansados de que les den sólo pastillas", fóbicos que van a la consulta con el psiquiatra y al salir tiran la receta porque temen que los fármacos sean una más de las contingencias agresivas de un mundo que avizoran lleno de peligros, o esquizofrénicos con los cuales, muchas veces, debemos establecer una alianza de trabajo, con la familia incluso, antes de que puedan aceptar los psicofármacos.
La droga es la correcta, dada tal cual dice la ortodoxia, en la dosis justa, pero ¿qué piensa el paciente que es, precisamente, el que la va a tomar? ¿Cuáles son sus miedos, sus dudas, sus recelos ante la nueva medicación?, ¿qué le ocurre en la vida? No hace falta ser psicoterapeuta para tomarse un tiempo en escucharlo antes de recetar; sino tendremos que recordar aquella afirmación de que "la operación fue un éxito, pero el paciente se murió" y aquellos versos de Neruda cuando clama que -detrás de eso que deslumbra- "¿el hombre dónde estuvo?"; y tengamos que aceptar, tal cual nos dicen varias encuestas presentadas en un Meeting de la American Psychiatric Association (Nueva York, 1996), que los pacientes quieran buscar otra solución en las terapias alternativas.
Al fin y al cabo, hermanos neurólogos, ustedes fueron formados en lo que el sistema nervioso nos muestra y nosotros en escuchar lo que el sujeto nos dice. Ese fue uno de los grandes aportes de Freud y sus discípulos cuando a diferencia de la psiquiatría y neurología clásicas sostuvieron que los pacientes, además de ser observados, examinados y descriptos fenomenológicamente, tenían algo que contar. Y lo hacían de una determinada manera, con una carga de afectividad insoslayable, en el marco de su particular historia.
De la mirada de ambos -neurólogos y psiquiatras- surgirá, sin la lucha vana de orgánico versus psicológico ni de medicación contra psicoterapia, un enriquecimiento mutuo y el mantenimiento de nuestra larga, trabajosa y permanente amistad.
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