domingo, septiembre 17, 2006

Vlad Tepes, el verdadero Drácula




Vlad Tepes, el verdadero Drácula, nació en la ciudad rumana de Sighsoara, en 1431. Su padre, soberano de Valaquia, fue armado caballero en la orden del Dragón, y se ganó el sobrenombre de "Dracul", que en romano significa Diablo. Vlad heredó el rango de su padre, que era llamado Vlad Dracul, y pasó a llamarse Vlad Draculea ("hijo de Dracul"), aunque ha pasado a la historia con otro nombre: Vlad Tepes; que significa Vlad El Empalador.

El origen de ese sobrenombre se encuentra en la cruel afición del príncipe Vlad a empalar a sus víctimas. De hecho, según los cronistas, Vlad Tepes disfrutaba ofreciendo auténticos banquetes a sus invitados, rodeados de cientos de hombres y mujeres cruelmente empalados. Cuentan que en una ocasión uno de sus invitados, ante el hedor que desprendían los cadáveres atravesados por largos maderos, protestó ante el anfitrión, alegando que no podía comer con aquella peste. Inmediatamente Vlad "el hijo del Diablo" ordenó que su invitado fuese empalado en el palo más alto, para que pudiese disfrutar de aire puro por encima de todos los demás empalados... No ha de extrañarnos pues el terror que despertaba Vlad Tepes a sus conciudadanos. Todavía hoy, en la ciudad de Tirgoviste, de erige la terrible Torre de Drácula.

Según la tradición, desde aquella torre Vlad Tepes vigilaba una jarra de oro que había dejado en una fuente del pueblo para que los viajeros pudiesen beber agua. Jamás nadie se atrevió a robar la valiosa jarra, por terror al tormento que sabían estaba destinado a los ladrones en el reinado de Tepes. Y cada mañana en que "el hijo del Diablo" subía a la torre para vigilar sus tierras, podía ver la valiosa jarra en su lugar, sin que nadie sintiese la mínima tentación de robarla. Una estatua del temible príncipe transilvano, ha sido erigida en el mismo lugar en que antes se encontraba la jarra de oro.

Aunque educado en el cristianismo ortodoxo, Vlad Tepes hacía gala de unas costumbres poco cristianas, como mojar pan en la sangre de sus víctimas empaladas que degustaba con placer. Ante cosas como esa Bram Stoker no pudo evitar la tentación de convertir al temible noble rumano, en su fantástico Conde Drácula.