El colombiano Pedro Alonso López (nacido en Tolmia en 1949) fue expulsado de su hogar al ser sorprendido por su madre, una prostituta que engendró 13 hijos, mientras mantenía relaciones sexuales con una de sus hermanas. El era el séptimo hijo. Tenía entonces 8 años de edad y se lanzó a los caminos. Tardó más de un año en llegar a Bogotá, desamparado y famélico (comía lo que podía rescatar de los tachos de basura), sin saber a quién acudir. Un hombre de edad le ofreció casa y comida, pero aquello no fue otra cosa que una perversa treta para violarlo. Muy duramente iniciaba el aprendizaje de la vida, que no le ahorraría dolores y humillaciones y despertaría en él una inextinguible sed de venganza. La funesta experiencia le hizo temer a los adultos y anidar un sentimiento de desprotección que se acentuó a los 12 años, cuando acudió a una escuela para estudiar y el maestro también intentó violarlo.
Desconfió de todo y de todos. Solitario, se hizo ratero; ninguna ocupación fija podría despejar las dudas y temores que la más simple convivencia despertaba en él. Por cierto, de vez en cuando solía suceder que la policía le ponía la mano encima y antes de entregarlo al Tribunal de Menores agregaba nuevas humillaciones y palizas que crecían en violencia junto con su cuerpo. A los 18 años de edad recibió la más concluyente prueba de la irracionalidad de ciertas decisiones de la Justicia. Fue arrestado y condenado a siete años de prisión por robar un automóvil. En la cárcel compartió celda con otros cuatro presos, que lo violaron reiteradamente en la primera noche de su reclusión. Esa noche se graduó en venganza. Ya no era niño para llorar en soledad sus penas y sus miedos. Había aprendido otros códigos más eficaces. Sin exteriorizar rencor alguno, esperó la llegada de la hora de la venganza. No debió esperar demasiado. Robó un cuchillo de la cocina del penal y, de noche, mientras sus compañeros de celda dormían profundamente, los hundió en el sueño más profundo: degolló a los cuatro. La Justicia sumó otros dos años a la condena que estaba sirviendo.
Pedro Alonso López pensó que, definitivamente, algo no funcionaba bien en la sociedad o que él había vivido equivocado acerca de la escala de valores: siete años por robar un automóvil, dos años por asesinar a cuatro hombres... Quizá, después de todo, la vida humana valiese menos que la mayoría de los bienes materiales de la vida. Siempre se aprende algo nuevo. En 1978 recobró su libertad y, abandonando Bogotá, se encaminó hacia los faldeos occidentales de la cordillera de los Andes. Las comunidades andinas, sumidas en un secular desamparo, ofrecían amplio campo para el objetivo fundamental de su vida: la venganza. Allí inició su serie sangrienta, que no tiene parangón en la historia del crimen en América latina (siempre que se mantenga al margen del recuento la dilatada falange de sus criminales políticos, como el dominicano Rafael Leónidas Trujillo, que en una sola campaña hizo asesinar a más de 10 mil haitianos indefensos).
Laceradas por la miseria, las comunidades aborígenes eran un campo excepcional apto para sus fines, porque los padres, agobiados y agotados por la necesidad de proveer al hogar del magro sustento diario, dejaban abandonados durante largas horas a sus hijos, que vagaban al azar. Además, moviéndose por las regiones fronterizas de Colombia, Perú y Ecuador, López haría más difícil la tarea de las fuerzas policiales; no se equivocó. Quienquiera tuviese alguna capacidad de persuasión podía cautivar a una pequeña y llevarla consigo; difícilmente alguien advirtiese algo anormal en la conducta de un adulto que se alejaba llevando de la mano a una criatura. En regiones azotadas por la miseria, bastaba a Pedro Alonso López, hombre de modales suaves, la promesa de un dulce, un juguete o una gaseosa para vencer la desconfianza.
Inició en Colombia su terrible ajuste de cuentas, en las aldeas aborígenes que trepaban los faldeos de la cordillera. Increíblemente, las desapariciones de las menores no suscitaba demasiada inquietud entre los aldeanos, pues era habitual que los chicos semiabandonados huyeran de sus hogares y se marcharan a las ciudades impulsados por la ilusión de una vida menos dura. Solía suceder que algunas comunidades se movilizaran ante la falta de alguna niña, pero él siempre conseguía eludir sospechas. Se sabe que al menos en una oportunidad Pedro Alonso fue capturado en Perú, adonde se había trasladado para escapar de la acción de la Policía de su patria, movilizada por las inexplicables desapariciones de decenas de niñas. Los indios peruanos lo torturaron durante varias horas porque lo sorprendieron cuando intentaba secuestrar a una niña de 9 años. La intervención de un misionero protestante le salvó de ser quemado vivo. Fue entregado a la Policía que, sin someterlo a interrogatorio, lo deportó a Ecuador; al fin de cuentas, se trataba de denuncias de indígenas...
Ecuador fue, pues, la tercera etapa de su camino de venganza. Obraba siempre con la misma metodología: suaves maneras persuasivas, promesas de dulces y juguetes, el traslado de la menor a algún paraje desolado, la violación, el asesinato y el entierro del cadáver. Sólo mataba de día, porque, como confesó al ser definitivamente capturado, le producía el máximo placer sexual contemplar cómo la llama de la vida se apagaba lentamente en los ojos de sus pequeñas víctimas mientras eran estranguladas. La serie sangrante en Ecuador concluyó abruptamente en abril de 1980, cuando una inundación barrió los suelos de la periferia de Ambato y dejó al descubierto varios cadáveres. Apenas unos días más tarde, su intento de secuestrar a otra criatura fue frustrado por los gritos de auxilio proferidos por una hermanita de la inminente víctima. Pedro Alonso López fue capturado por algunos lugareños y entregado a la Policía, que vinculó el fallido secuestro con el hallazgo de los cadáveres en Ambato.
López mantuvo un inquebrantable mutismo en los interrogatorios, hasta que un sagaz detective ideó la forma de hacerlo hablar. Convencieron al sacerdote Córdoba Gudiño para que cambiase su hábito por humildes vestimentas de paisano y lo encerraron en la misma celda que el presunto asesino serial. Un solo día de diálogo bastó al religioso para ganar la confianza del colombiano apacible y ver abrirse las puertas del horror: con absoluta serenidad, Pedro Alonso López comenzó a narrarle algunos de los centenares de crímenes que había perpetrado en Colombia, Perú y Ecuador. No se trataba del vano alarde de un mitómano, porque lo confesó todo a los investigadores. Según sus recuentos, había asesinado a unas 110 niñas en Ecuador, un centenar en Colombia y más de 100 en Perú. Con alucinante alarde de insensibilidad, explicó que le gustaban más las pequeñas ecuatorianas, porque eran más inocentes, confiaban más en la palabra de los extraños. Como no era fácil para los policías creer en todo lo que les contaba, el asesino se ofreció a guiarlos hasta los lugares donde enterraba a sus víctimas: en una sola de las tumbas colectivas fueron encontrados los cadáveres de 53 niñas de entre 8 y 12 años de edad. Ya no hubo dudas. Más aún: según un alto funcionario del Sistema Penitenciario ecuatoriano, excederían de 400 los crímenes cometidos por el llamado “Monstruo de los Andes”. La Justicia de Ecuador como era de suponerse, lo dejo libre al poco tiempo. Y aun le aguardan juicios y sentencias seguramente similares en Perú y Colombia...
En un reportaje que en 1999 concedió en la cárcel al periodista estadounidense Ron Laytner, Pedro Alonso López dio detalles escalofriantes de su vesanía: “Me sentía satisfecho con un asesinato si lograba ver los ojos de la víctima. Había un momento divino cuando ponía mis manos alrededor del cuello de las niñas y observaba cómo se iba apagando la luz de sus ojos. El instante de la muerte es terriblemente excitante. Una niña necesita unos 15 minutos para morir”. Y proclamó orgullosamente: “Soy el hombre del siglo. Nadie podrá olvidarme”.
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